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No hay creencia sin duda

Bishop Andrew ML Dietsche
The Rt. Rev. Andrew ML Dietsche, Bishop of New York. Photo: Kara Flannery

Existe una tendencia en la tradición cristiana de considerar la duda como una expresión de falta de fe. Los mismos Evangelios ensalzan a aquellos que “creen sin ver”. La prueba de duda más famosa o familiar en la Biblia tiene lugar justo después de la resurrección de Jesús, cuando él se apareció ante sus discípulos en el aposento alto, pero Tomás no estaba presente. Cuando Tomás no creyó las increíbles afirmaciones que hacían los discípulos de que Cristo resucitó de entre los muertos y de que lo vieron con sus propios ojos, Jesús apareció de nuevo, especialmente ante Tomás, para acallar sus dudas. Así que a Tomás se le conoce histórica y tradicionalmente como “Tomás el incrédulo”, apodo que se considera como un repudio peyorativo, crítico y despectivo a la debilidad de Tomás.

Pero siempre me he sentido profundamente incómodo con lo que parece ser la tradición de castigar a quienes dudan. Primero, porque mi propia fe ha estado marcada desde mi infancia con constantes y persistentes preguntas sobre las cosas que me han enseñado, y además porque me parece que condenar la duda refleja una especie de frenética actitud defensiva por parte de la fe, temiendo que sus afirmaciones no puedan soportar el escrutinio y las exigencias de la razón, por lo tanto, el cuestionamiento y el escrutinio en sí deben prohibirse. Nada podría ser más destructivo para la indagación natural del buscador espiritual, así como para la fe.

En mi opinión, las dudas con las que recibimos los principios de la fe y con las que nos acercamos a nuestro Señor son esenciales para creer, pues es a través de nuestras dudas que demostramos nuestra voluntad de aceptar los principios de la fe con seriedad. Cristo nos lo pide todo y exige todo nuestro ser.  La invitación a la fe es exhaustiva abarcándonos íntegramente a nosotros y a nuestras vidas, y si queremos responder al llamado de Dios de manera significativa, debemos hacerlo con discernimiento, exploración y la voluntad de adentrarnos en todos los miedos y las alegrías, la expectativa y la ansiedad de transformar nuestras vidas. Es aquí donde todas nuestras dudas naturales, frente a todo lo diferente, fantástico y aparentemente irracional, se cruzan con la posibilidad, la promesa y la gentileza de ser, y donde el Espíritu Santo puede surgir en nosotros y llevarnos a un lugar que nunca habíamos conocido. Tal vez esto es lo que hay detrás de todos esos relatos del Evangelio sobre la incapacidad de los discípulos para alcanzar una compresión plena de Jesús, incluso después de haberle entregado sus vidas y su suerte.

En la iglesia de Santo Tomás de la Quinta Avenida, sobre el altar, hay un retablo tallado en piedra que representa la escena del Evangelio de Juan donde Tomás, en presencia del Cristo resucitado y de los demás discípulos, se arrodilla con humildad y adoración extendiendo sus brazos, y en medio de su ofrenda, afirma: “Señor mío y Dios mío”.

Cuando me paro en ese altar, con mis manos en los elementos eucarísticos y mi mirada posada en ese tallado, me recuerda que incluso al acercarnos al altar, llevamos con nosotros no solo nuestra creencia sino también nuestro deseo de creer, los obstáculos de esa creencia, las preguntas que atormentan nuestros corazones, la lucha que libramos toda nuestra vida con las enseñanzas de la iglesia y la fe, y nuestro deseo profundo de Dios. Todo esto se le ofrecemos al Señor al recibir su sacramento y su bendición. Es un tallado bien ejecutado, pero su fuerza proviene de su ubicación, justo sobre el altar. La duda, la fe, la revelación y la exaltación se mezclan en esta imagen al igual que se mezclan siempre en el proprio altar. En el Aposento Alto, vemos la transformación de Tomás, y es emotiva, mordaz, terrible y majestuosa. La caída sobre sus rodillas, su expresión de creencia, su súbito y abrumador conocimiento de Dios—todo esto había estado oculto en las dudas y temores de Tomás y ahora emanaban de él en el lugar exacto donde sus dudas se encontraron con Jesús resucitado.

Pero una de las imágenes más famosas de esta escena bíblica es una pintura de Caravaggio llamada “La incredulidad de Santo Tomás”. Si no la conocen, búsquenla en Google. Es una pintura increíblemente íntima. Se ve a Jesús apartando su manto para revelar la herida de lanza en su costado. En esta pintura, no es Tomás quien se aproxima a Jesús, sino que el mismo Jesús toma la mano de Tomás con la suya propia y lo hala hacia sí mismo, hacia su herida, e inserta el dedo de Tomás en la herida. Tomás, con su otra mano en la cintura, con ojos penetrantes y el ceño fruncido, observa su mano, su dedo y la herida de Jesús con la mirada seria, exploradora e inquisitiva de un detective o de un médico forense. Pero además del encuentro entre Jesús y Tomás, algo que me parece igual de impresionante es la posición de los otros dos discípulos de Jesús, quienes están detrás de Tomás, inclinados, igual de decididos, con miradas igualmente inquisitivas, observando la herida con la misma intensidad. Y es que, aunque solo Tomás llevó el apodo de incrédulo, la verdad es que todos ellos necesitaban saber. Ellos también necesitaban ver. Puede que Caravaggio haya depositado sus propias necesidades y dificultades en su pintura, pero es una certeza que les dio imagen y vida a las mías.