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Desafíos y Oportunidades

Bishop Andrew ML Dietsche
The Rt. Rev. Andrew ML Dietsche, Bishop of New York. Photo: Kara Flannery

Hace algunos meses, mis compañeros obispos y yo estábamos en una conversación por Zoom con el clero parroquial de una de las regiones de la diócesis, cuando uno de nuestros sacerdotes comentó que la gente de su congregación le preguntaba cuándo pensaba que las cosas volverían a la normalidad. Esto sucedió solo un par de meses luego de encontrarnos bajo las restricciones impuestas por el COVID. Luego exclamó: “¡No quiero volver a la normalidad!” Y hubo un acuerdo sustancial con ese sentimiento entre el resto del clero.

Puede ser que estemos en un momento de gran oportunidad en el mundo y en la iglesia. A pesar de todas las pérdidas, los sacrificios y la disminución de nuestra vida en común que trajo consigo el COVID, también es cierto que esta pandemia ha cortado un hilo y tenemos la posibilidad de volver siendo diferentes y de replantear qué y quiénes somos como iglesia. El lanzamiento de la vacunación contra este virus está sucediendo mucho más lento de lo que se creía, y sabemos que tomará más tiempo para salir de esta pandemia de lo que esperábamos, pero en marzo de 2021 es seguro decir que, en algún momento de este año, quizás en el otoño, podremos relajar total o casi totalmente todas las restricciones en nuestra vida como iglesia, y reunirnos todos una vez más. No es demasiado pronto para comenzar a pensar en esa reapertura y ese reencuentro, y considerar cómo será la vida de Estados Unidos y de la Iglesia Episcopal después del COVID.

Una de las frases más comunes de la época del COVID es que “nada volverá a ser lo mismo”, pero no se habla mucho ni hay acuerdo sobre lo que eso significa, o los cambios que, en nuestro tiempo de la historia, se requieren de la iglesia, o lo que el COVID nos enseñó sobre las fortalezas y debilidades de nuestra tradición episcopal de devoción, comunidad y misión. Llevar esta conversación a un nivel más profundo puede revelar más sobre el deseo de cambio —cualquier cambio— más que sobre el tipo de cambios y transformaciones que estamos llamados a realizar.

Confieso que estoy algo ansioso por el reencuentro que se avecina. La gran mayoría de las personas en las parroquias de esta diócesis no han estado dentro de sus iglesias durante un año. Lo más urgente, la gran mayoría de las personas en nuestra diócesis no ha recibido la Sagrada Comunión desde marzo de 2020. Algunas de nuestras congregaciones más pequeñas y con menos recursos ni siquiera han podido ofrecer el culto por Zoom o a distancia en absoluto, ¡durante doce meses! Hay una acumulación de bautismos, bodas y funerales pendientes. No ha habido confirmaciones. En la mayoría de los lugares no hay escuela dominical. La “Iglesia” y el culto de la iglesia han sido abrumadoramente una experiencia remota y virtual para la mayoría de las personas. Esto ha sido impulsado por la necesidad, pero me preocupa que la vida sacramental de la iglesia se haya visto afectada (junto con el cuestionamiento de la necesidad del sacerdocio), y la expectativa de que la comunidad se reúna físicamente en un lugar todos los domingos ya no es un hecho. Temo que abrir las puertas de par en par y llamarles a todos para que “regresen” será más difícil de lo que imaginamos, que sucederá más lentamente de lo que nos gustaría, luego de un año de mensajes diciendo que lo que hacemos en la iglesia –comer el pan, beber vino, cantar los himnos y tocar los unos a los otros– es intrínsecamente peligroso, y es posible que no sea fácil poner esos mensajes de vuelta en la botella. Asumo también que el deseo o la esperanza de un cambio profundo y fundamental en la iglesia chocará y se encontrará en tensión con la necesidad honesta y profundamente sentida de la gente de recuperar y reclamar la cómoda normalidad de sus vidas antes del COVID.

Me preocupan esas cosas, y creo que todo esto nos presenta enormes desafíos, pero también nos ofrece interesantes oportunidades: mirar más intencionalmente lo que hacemos, por qué lo hacemos y cómo lo hacemos; realizar una enseñanza sustantiva y creativa; reflexionar sobre lo que hemos aprendido durante el COVID, nombrar aquellas cosas que descubrimos que no podemos perder o sin las que no podemos vivir, y nombrar aquellas cosas que se revelaron como extrañas o innecesarias, y examinar los desafíos y recompensas que descubrimos en los devocionales remotos y virtuales, y las formas en que la iglesia ha llegado a una comunidad mucho más grande de lo que normalmente vemos dentro de nuestras iglesias.

Antes de marzo de 2020, no teníamos un plan para la pandemia. No estábamos preparados. Pero cuando el COVID surgió entre nosotros, eso nos dio un vuelco por completo. Nos adaptamos y demostramos una flexibilidad que tal vez no sabíamos que teníamos. El COVID cambió la vida común del mundo, y nos adaptamos a ella, y hemos prevalecido. Y aún más de lo que esperábamos, hemos prosperado. La era post-COVID será así. No será un regreso a las viejas costumbres, sino un movimiento hacia una nueva época y a un capítulo diferente del que nos encontramos y al que hemos perdido. Las expectativas y necesidades de las personas serán diferentes. Los recursos de la iglesia se contarán de manera diferente. Lo que entendemos por comunidad, vida sacramental y continuidad de la oración se definirá de nuevas formas. Sería profundamente presuntuoso de nuestra parte, en marzo de 2021, definir o predecir cómo será la iglesia después del COVID, así que no lo haré. Sin embargo, estoy seguro de que será diferente y, a medida que lo vivamos, descubriremos esas diferencias, aprenderemos de ellas y nos adaptaremos. Y adaptándonos, encontraremos nuestra nueva vida. Tal como lo hicimos en marzo de 2020. Y estoy seguro de que seremos valientes, fuertes y fieles porque hemos sido puestos a prueba en el fuego y no nos destruyeron, salimos fortalecidos y osados. Para enfrentar el futuro sin miedo, con entusiasmo, y prosperar en él.